REVISTA FÉNIX | Nro. 12




Sumario: Octubre 2002



0| EN MEMORIA DE JORGE CALVETTI
Autor
Título
Jorge Calvetti
1| PALABRA EN EL TIEMPO
Autor
Título
Santiago Sylvester
2| POESÍA
Autor
Título
Máximo Simpson
| Despertar | Aquí nomás... | Qué día...| Verano | Estampa antigua 3 | Estampa antigua 4 | Estampa antigua 5 | Zapatos | Cuestiones | Visión 3 | Visión 4 | Perplejidad | Variable de ajuste |
Beatriz Vignoli
| Los amigos | Chiang en la taberna #1 | Chiang en la taberna #2 | El secreto de la belleza de Chiang | Chiang en la taberna #3 | Polémicas sobre el realismo | Chiang en el trabajo | Saludo de año nuevo lunar de Chiang | Hang | Hang (Prosa al modo de Marosa) |
Mori Ponsowy
| Corolario | Cuánto tiempo un día | Superstición | Otras urgencias | Quién eres tú | El espacio que respiras | En la cuerda floja | Diciéndome |
Alejandro Nicotra
| Vestida como la noche | Medianoche | Alcoba | El espejo | El anillo de plata | Trasnoche | Ventana/Primavera | Interior con figura | Constelaciones | Espacios | La herida |
3| ESCRITURAS
Autor
Título
Antonio Requeni
4| LA TRADUCCIÓN POÉTICA
Autor
Título
Sophia de Mello Breysen Andresen (selección, traducción y nota de Rodolfo Alonso)
Arte poética / Poemas:
| Algarve | Musa | Resurgiremos | En el poema | Mitad de la vida | Laberinto | La faz pura | Llanto por el día de hoy | Fecha | Babilonia | El viejo buitre | Patria | 
5| PIEDRA DE TOQUE
Autor
Título
Víctor Gustavo Zonana
Descubrir / describir el mundo.
Entre la repulsión y el deslumbramiento (Juan José Hernández)
Cristina Piña
La desprolijidad y la riqueza (Alejandra Pizarnik)
Alejandro Patat
Una larga fidelidad (Horacio Armani)
Cristina Piña / Emilio Teptiuch
Dos lecturas del último libro de Luis O. Tedesco (Luis O. Tedesco)
Nicolás Magaril
Memoria, caída y voluntad de inocencia (Beatriz Vignoli)
Pablo Anadón
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EN MEMORIA DE JORGE CALVETTI

Por Jorge Calvetti

A punto de dar a la imprenta el presente número de la revista, nos llega la noticia de la muerte de Jorge Calvetti, el querido y admirado poeta. Reproducimos a continuación cinco sonetos suyos, del capítulo que cierra una carpeta de tapas negras que nos envío meses atrás, para su publicación en la colección "Fénix". La carpeta lleva como título Obra poética, y es una selección de 71 poemas, aquellos por los que quería ser recordado. Dicen que dijo en el momento del final: "Eso merece un trago". Brindamos pues por el, con el viejo y nuevo "vaso de bon vino" y con su poesía.


Jorge Calvetti


*

Últimos sonetos



Cuando la noche llega

a.L

Cuando la noche llega, baja el cielo
hasta tu piel y mira la hermosura:
la claridad que muere en tu cintura
y la umbrosa delicia de tu pelo.



Mira mi corazón y su desvelo,
mi sed, mi amor y la figura pura
del deseo dormido en tu ternura,
junto a tu cuerpo, junto al hondo cielo.



Que Dios nos mire así. Que la mirada
del viejo Dios contemple estremecida
al hombre amante, a la mujer amada.



Sabrá que sólo así, transfigurada,
soportamos su don: la pobre vida,
viva ceniza, muerta llamarada.



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*


Conocimiento del cuerpo


La mano palpa en la frente
el contorno de la idea
y siente que el pulso crea
su propio existir consciente.



La frente en la mano siente
que la vida se recrea
y que el tiempo la rodea
como voraz forma ausente.



Es el cuerpo. Es el oscuro
cuerpo entregado al futuro,
cerrado, ciego, vacío.



Duramente el alma advierte
que a este lado de la muerte
hay otro reino sombrío.



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*


La nada, el viento, la vida


La nada, el viento, la vida,
la noche, el viento, la nada,
una sombra alucinada
en la soledad herida.



Nunca en sí misma perdida
como una fuente sellada;
sólo una imagen soñada
y viento y sombra, la vida.



Pobre inmensa llamarada
que se extinguió enamorada
y que jamás fue creída.



(Como una mano dormida
un alma toca mi vida
y mi corazón, la nada.)



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*


La realidad


Me despido de todo. De mis sueños.
De haber sido feliz. De la perdida
seguridad de amar. De los pequeños
y anhelados secretos de la vida.



Me despido de ti. De la alta sombra
que, inerme, fui a tu lado. De la triste
y querida palabra que te nombra.
De lo más mío que en el mundo existe.



La realidad. Sólo su fuerza pudo
pacientemente desatar el nudo
que nos unió. Jugada está la suerte.



En vano los recuerdos me castigan.
Sólo escucho palabras que me hostigan:
ya no estás, ya no estás, ya no he de verte.



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*


El retorno


Vengo a buscar la luz que me ha mirado
en el tímido tiempo de la infancia;
vengo a buscar mi casa y su fragancia
y el eco de los cantos que he cantado.



Vengo a buscar el río Colorado,
el imperioso azul, la honda distancia,
los silenciosos sauces de la estancia
y el cerro de las Rosas, perfumado.



Aquí están mis recuerdos más queridos,
aquí mi corazón y sus latidos,
aquí a mi madre pálida se nombra.



Vengo a buscarlo todo y a buscarme.
Aquí estoy y estaré. Aquí he de darme
ya poblado de sombras a la Sombra.



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1


PALABRA EN EL TIEMPO

Por Santiago Sylvester
La dificultad de la ruptura


Con el siguiente artículo de Santiago Sylvester continúa la discusión sobre los límites y las perspectivas de la poesía en el presente, iniciada en el número anterior con los ensayos de Ricardo H. Herrera ("¿Por qué se escribe tanta poesía?"), Pablo Anadón ("La poesía en el país de los monólogos paralelos") y Beatriz Vignoli ("Sin monstruos ni estrellas / Carta-ensayo para Fénix").


Hace no mucho me invitaron a leer poemas en una Facultad y, tal vez porque las cosas se repiten tozudamente, surgió luego, ya en el café, como en mis épocas de estudiante (como en toda época entre estudiantes), la cuestión de la ruptura formal, de los moldes heredados del pasado y, en consecuencia, de la necesidad de replantear el fondo del problema: que se entiende hoy por poesía. La amplitud de este asunto, que en realidad indaga por el meollo de la obra literaria, hace algún tiempo suponía una disyuntiva de fierro (hoy las opciones son más cordiales): callarnos para siempre o empezar de nuevo: dos "ásperas medicinas" con las que parece que cada tanto hay que contar si se quiere seguir escribiendo.
           No era esa charla de café un resumen de la época, ya que en el aspecto artístico (o mejor, de la recepción del arte) estamos en un período bastante conformista, aceptador de lo que nos propone, no el pasado, sino los media o, peor aún, el mercado; pero nos aportó un largo y apasionado rato de conversación, que es sin duda una de las tareas (y no la menor) del arte.
          Nadie puso en dudas el aporte higienizador de la iconoclastia literaria: cada tanto alguien (que conviene que sea genial para evitar el destrozo estúpido o meramente oportunista) tiene que patear el tablero, cambiar el rumbo o, al menos, dar un empujón para que el mundo marche, se mueva y se ventile: sin la ruptura periódica viviríamos las variantes de una aburrida carrera administrativa de la cultura. Esto ha sido siempre así, con la fácil conclusión de observar cada tanto el sobresalto ante lo nuevo. A principios del siglo XIX José
María Blanco White, un cura sevillano cuya heterodoxia lo envió a vivir en Londres, lo expresó muy bien cuando denunciaba el inmovilismo en que había caído la poesía española: "Desde la introducción de la métrica italiana por Boscan y Garcilaso a mediados del siglo XVI, nuestros mejores poetas han sido imitadores serviles de Petrarca y los escritores de aquella escuela... La rima, el metro italiano y cierta falsa idea del lenguaje poético, que no admite hablar sino de lo que los otros poetas han hablado, les ha quitado la libertad de pensamiento y de expresión". Dicho de otra forma: si se usan las misma palabras, los mismos metros, las mismas metáforas y, en general, los mismos recursos, se está condenado a decir las mismas cosas.
         Hasta aquí, la defensa de la ruptura periódica; porque en lo que sigue expongo algunas razones acerca de por qué entiendo que hoy, y hasta nuevo aviso (hasta que una nueva genialidad voltée el tablero), el rupturismo deliberado de la poesía tiene que sobrellevar un estigma de ingenuidad. Me apresuro a decir que aquí no hago la defensa de la poesía conformista, escandida y rimada, ni propongo que volvamos todos a escribir como el Duque de Rivas (poeta a revisar), sino, en todo caso, quiero destacar el cuello de botella en el que se encuentra nuestra modernidad. Y esto no tiene como consecuencia el retorno a lo que ya hace dos siglos molestaba a Blanco White, sino la incomodidad de tener que averiguar cómo usaremos la libertad trabajosamente conseguida a través del siglo XX. No postulo que ese siglo ha pasado en vano sino lo contrario: que ya no hay retorno, y que, salvo esta evidencia, la única certeza actual se formula con una interrogación.                            
      Comienzo recordando que hace más de treinta años Octavio Paz acunó una frase de éxito merecido: "tradición de la ruptura". Con idea parecida, y unos años antes, Macedonio Fernández se había quejado de "la rutina de innovar". Estas expresiones venían a decir que el siglo XX comenzó bajo el signo de la ruptura y continuó así como si cada generación, cada grupo sucesivo de artistas o incluso cada impulso solitario que se incorporaba, tuviese la misión de romper con lo anterior y comenzar de nuevo. Durante un tiempo, esta misión se conoció sustantivamente como vanguardia y sólo cambió de adjetivación: dadaísmo, surrealismo, ultraísmo, creacionismo, informalismo, vorticismo, etc. hasta convertirse, por reincidencia, en la "tradición" de la época, con ese tipo de paradoja a que nos acostumbra la historia. En la segunda mitad del siglo se dio por caducada la vanguardia (después de teorizarse sobre la existencia de una segunda vanguardia), pero su intención siguió en el germen de todo lo que se hizo en adelante. Así fue como el siglo XX tuvo, en lo que respecta al arte, un vitalismo difícil de igualar, fue movido, diverso y, dicho sin frivolidad, enormemente divertido: lo tradicional no fue lo inmóvil sino el cambio continuo, que se convirtió en rutina cuando el artista, al postular sistemáticamente un nuevo cambio, comenzó a hacer lo que se esperaba de él. La búsqueda de originalidad lo transformó en previsible; vale decir, lo contrario de lo que se proponía. Desde esta perspectiva, se entiende que la fuerza de la ruptura nos llegue amortiguada, y que en estas condiciones la iconoclastia tenga, hoy por hoy, mucho de convencional.
      Un segundo argumento comienza más lejos, en el siglo XIX cuando, para señalar el propósito de la propuesta iconoclasta, apareció una expresión que todavía se usa: pour épater le bourgeois. Con esto se expresaba deliberadamente el ánimo de escandalizar, asombrar, desconcertar, a quien se suponía (con razón) el arbitro de los usos y costumbres, entre los que se encontraba el código estético de la época. El rupturismo tuvo, pues, mucho de fastidiar al "buen tono", molestarlo en su madriguera; y era cierto que el arma usada servía porque, siendo la burguesía decimonónica una clase ilustrada, ofrecía blanco como para molestarla con una modificación estridente y radicalizada del arte. No olvidemos que, hasta bien entrado el siglo XX, buena parte de su vida de relación, incluso de éxito en sociedad, giraba en torno a expresiones artísticas.
          Pero al final del siglo XX, y comienzos del XXI, el cuadro ha cambiado, al menos en esta parte del mundo. El burgués ya no es susceptible de ser molestado por razones estéticas. De vez en cuando podemos ser testigos de algún berrinche de tipo moral, pero sería un error confundirlo con una opinión literaria o, en general, sobre arte. Salvo excepciones, la actual burguesía no es heredera de la Ilustración. Y aun me parece que la propia palabra burguesía ha perdido actualidad porque el grupo humano que tradicionalmente designaba ha sido reemplazado por la jet-set, cuyos objetivos, aparte del atesoramiento de riqueza, son otros. El rol protagónico, en cuanto generador de modelos, gustos, prestigios y deseos sociales, lo tiene nítidamente esa nueva representación del éxito, cuyo estatuto artístico no va mas allá de una pasarela cara y de moda. Así, pareciera enormemente ingenuo querer desconcertar con arte a quien practica la omisión sistemática de las manifestaciones artísticas. Por otra parte, conviene recordar que el código cultural difundido en la sociedad actual no proviene tampoco de la jet-set, sino en todo caso de los media, de la llamada prensa cultural, que demasiadas veces se mueve por razones que tienen que ver mas con el mercado, con estrategias de ocasión o simples capilleos, que con la propia cultura. De modo que si la ruptura lleva implícita la intención de molestar, hoy no tiene demasiada chance de encontrar su objetivo. Tal vez por eso mismo nos toca asistir, con más frecuencia de la que quisiéramos, al espectáculo del artista que busca conformar al mercado, adecuarse descaradamente a él.
       De lo que se viene diciendo surge una consecuencia: ha desaparecido el "poder de escándalo" del arte: a nadie se le mueve un pelo por la transgresión más molesta o, da igual, más celebrada. A esto hay que agregar que sólo están atentos a las modificaciones y propuestas rupturistas quienes precisamente no se escandalizan con estas cosas: el artista, el intelectual, el crítico, los amigos y cómplices del poeta; es decir, los que conforman el grupo receptivo y abierto. Son éstos los únicos que pueden caer en la cuenta de que las nuevas expresiones se producen; y este es un elenco al que, a lo sumo, puede no gustarle o no interesarle la novedad, pero que difícilmente se sienta molesto con ella. Es decir que tampoco, aunque por otras razones, este grupo es susceptible de ser "epatado".
     Finalmente, una tercera razón tiene que ver con la legítima arbitrariedad del lector. Porque la poesía rupturista, o si se prefiere irruptivista, no cuenta con que el lector, en el momento de la lectura, es, o puede ser, un verdadero dictador, con el enorme poder de cerrar el libro y no leerlo nunca más. Esta prepotencia eventual y hasta frecuente, esta legalizada por el viejo principio del libre albedrío, y el resultado es que limita bastante la posibilidad de molestar a alguien con un envío literario: exactamente la limita a una vez, ya que no es probable que un lector, molesto con una lectura, la retome luego por pura mortificación, teniendo tanta oferta en el mercado.

          Este es un asunto sobre el que conviene insistir: la actitud del lector (y lo que el escritor reclama de él) ha cambiado en los últimos años. En épocas anteriores, el escritor solía reclamar "lectores lentos" (Nietzsche), con la idea (que no dio mal
resultado) de que en la lectura hay, debe haber, maceración. Luego, la velocidad de la vida, y una noción más exigente de compromiso, consagró al lector activo: la palabra que se usaba era "participación". Y la participación que se le exigía al lector consistía en que debía ser él quien pusiera la diferencia de gusto, comprensión o imaginación, para que el texto quedara finalmente completo. Hoy, el escritor (más aún el poeta) lo que pide al lector es que exista; y a su vez el lector, que se ha dado cuenta de su poder, se niega a participar, ya no quiere ser él quien ponga la diferencia, sino que está diciéndole todo el tiempo al escritor: es usted quien debe trabajar, yo sólo pongo mi tiempo, mi atención y eventualmente mi dinero para comprar el libro; pero la tarea de seducción tiene que hacerla usted. En estas condiciones, resulta doblemente improbable poder molestar con una propuesta de ruptura; y la poesía rupturista, que tiene todo el derecho de existir, corre sin embargo el riesgo de girar en el vacío (o en la endogamia de la tribu) aunque, eso sí, portando un gesto de alta peligrosidad.
         Lo que aquí expongo es, en realidad, un desconcierto por la situación de la poesía, y en general del arte; y, a la vez, la dificultad de enunciar conclusiones generales. Tal vez sólo sea perplejidad ante el presente, que es siempre el tiempo más difícil de resolver. Hoy el poeta (el artista) se enfrenta, por una parte, a la imposibilidad de volver a hacer lo ya hecho ("arar la tierra arada", fue la expresión de Pavese), y, por otra, a la dificultad de proponer un cambio radical de la sensibilidad, una nueva formulación, sin que fracase por ingenuidad; y la ingenuidad en arte es, como se sabe, imperdonable. Tal vez haya que agregar que es preferible la posibilidad del fracaso antes que adecuarse mansamente a lo que, al parecer, reclama el momento. Tal vez no quede otra salida que intentar, una y otra vez, una nueva ruptura hasta dar con la adecuada; pero vale la pena no olvidarse de la enorme carga de innovación que ha acumulado el siglo XX para que la ingenuidad sea menor. Demasiadas veces podemos ver propuestas de ruptura que no son otra cosa que restos de un pasado esplendor.
          
Una buena frase oída a un amigo dice que "no hay arte si no hay vidrio para moler"; y aunque no se refiera a problemas formales, sino de fondo, apunta a la idea de que es necesario que haya una especie de detonante, algo que incomode y, finalmente, proponga un dialogo innovador. No es posible conseguir esto sin una intención perturbadora, que colinda necesariamente con algún tipo de ruptura. Tal vez la clave, como casi siempre, esté en la dosis.
          Transcribo una reflexión de Jaroslav Seifert, encontrada en ese libro de memoria, sabiduría y vida propia que es Toda la belleza del mundo'. "La historia de la poesía es la historia de los grandes creadores que componen su obra en contra de la voluntad de las más amplias masas de lectores"; y agrega: "a través de un esfuerzo incansable, hay que ganar a los lectores para las nuevas ideas". Esto no se puede afirmar sin una intención descolocadora del lector, sin ánimo de cargarlo de perplejidad cuando todo hacía suponer lo contrario. Trabajar en contra de lo convencional en el arte podría ser un posible lema a seguir.
       Todo poeta (todo gran poeta debiera decir, y dar por sabido lo que con eso se dice) debe tratar, según Seifert, de "ganar lectores para las nuevas ideas"; vale decir, tiene por delante la difícil e insoslayable tarea de convencer al lector: tarea de ampliar la zona destinada hasta entonces a la poesía. A su vez, el poeta que prescinde de una propuesta de novedad opera del modo contrario: es él quien se deja convencer por el lector: tarea acomodaticia de reducción. "Dudo de un pensamiento que acepta detenerse", es una afirmación seductora de Yves Bonnefoy; con esto está cuestionando la comodidad de suspender la propia indagación, lo que en poesía se traduce como la simulación de un asombro que ya no puede haber porque sólo hay repetición de alguna fórmula.

          Qué hacer es la pregunta reiterada; y aunque por ahora no haya respuesta, la única posibilidad sigue siendo confiar en la propia y sagrada arbitrariedad. Por otra parte, no hay que descartar lo que ha ocurrido tantas veces: que alguien, a la vuelta de la esquina, esté dándonos la respuesta, sólo que aún no la hemos oído.


3


ESCRITURAS

Por Antonio Requeni
Recuerdos de Alejandra

Arturo Cuadrado me la presentó una tarde de 1955 en el bar Florida de la calle Viamonte y en esa ocasión Alejandra Pizarnik me regaló su primer libro, La tierra más ajena, que Botella al Mar, la editorial de Cuadrado y Luis Seoane, acababa de publicar. Yo reconocí enseguida en aquella muchacha (entonces tenía 19 años) a la adolescente menuda y algo desgarbada, rubia, de cara redonda y ojos entre grises y verdes, con la que me había cruzado más de una vez por las calles de Avellaneda, donde los dos vivíamos. Supe entonces quien era y lo que hacía mi joven vecina y desde ese día nos encontramos con frecuencia.
         La visitaba en su casa de la calle Lambaré 114, en cuyo frente este año se colocó una placa. Allí conocí a sus padres. No recuerdo haber visto a su hermana Myriam, mayor que ella, pues por estar casada ya no vivía con los padres. La de Alejandra era una típica familia de clase media. Pocos años después, en 1957 ó 1958, murió el padre, un judío polaco alto, buen mozo, cuya desaparición —creo que no tenía 50 años— representó para Alejandra un duro golpe. Los biógrafos o comentaristas de su obra no han puesto demasiada atención en esta circunstancia. Alejandra adoraba a su padre y tenía una relación muy conflictiva con la madre, que no toleraba las trasnochadas de su hija y otras costumbres y actitudes para ella demasiado independientes y hasta extravagantes. A Alejandra siempre le gustó jugar a la poeta maldita. Poco tiempo atrás había vivido una relación sentimental con el poeta Juan Jacobo Bajarlía, su profesor de literatura moderna en la Escuela de Periodismo de la calle Libertad y hombre bastante mayor que ella. Bajarlía fue quien la inició en la lectura de los poetas surrealistas. Si doy su nombre y cuento esta anécdota es porque el propio Bajarlía la hizo pública en el libro Alejandra Pizarnik, anatomía de un recuerdo, aparecido en 1998 (Ed. Almagesto).
         Alejandra, cuando la conocí, había dejado la Escuela de Periodismo y estudiaba en la Facultad de Filosofía y Letras. A veces nos reuníamos en aquel bar Florida, pegado a la Galería Pacífico, y en la librería "Letras", de María Rosa Vaccaro, en la misma cuadra de la facultad. Hablábamos de literatura y nos prestábamos libros. Recuerdo cuánto la impresionó El alma romántica y el sueño, de Albert Beguin, que yo le hice conocer y que pasó a ser uno de sus libros de cabecera. Alejandra era, a pesar de lo que algunos han dicho, un ser muy sociable. Le gustaba conocer escritores y concurría a exposiciones de pintura. Por aquella época se psicoanalizaba con el Dr. León Ostrov. Sé que también lo hizo con Pichon Riviere. Tal vez ellos le aconsejaron practicar esa sociabilidad para vencer la timidez provocada por su tartamudeo, que no era tal sino una manera de arrastrar las ultimas sílabas de cada palabra y que, al menos para mí, le daba un aire atractivamente exótico. Con el tiempo fue perdiendo, aunque no del todo, esa curiosa pronunciación que podía confundirse con la de una extranjera y que acaso tuvo origen en el asma, un asma nervioso que padecía desde la niñez. He leído por ahí que Alejandra era fea. No es cierto. Su rostro, en aquella época, se parecía al de los retratos que he visto de la joven Marguerite Duras. Era, sí, baja, un tanto desaliñada, y su rostro exhibía la aspereza del acné, pero sus facciones eran armoniosas y sus grandes ojos verdes adquirían, al sonreír, un brillo pícaro y encantador. Cierto es que ese rostro juvenil fue transformándose con los años, haciéndose anguloso, menos inocente, más endurecido.
         Como en 1955 yo había publicado ya tres libritos de versos y conocía a algunos escritores, empecé a oficiar para ella de agente de relaciones públicas. Le presenté a Antonio Porchia, que la fascinó, y al poeta González Carbalho, mi maestro. González Carbalho le sugirió que los próximos poemas los firmara omitiendo su primer nombre de pila. La tierra más ajena lo había firmado con su nombre completo: Flora Alejandra Pizarnik. Otros, como Bajarlía, sostienen que fueron ellos quienes la convencieron. Lo más probable es que se haya convencido sola pues, evidentemente, Alejandra Pizarnik era más eufónico. Y aquí quiero consignar una referencia que, por pereza, no he tratado de corroborar, ya que sería necesario ir a hacer la consulta al Registro Civil. Su compañera y compinche de la Escuela Normal Mixta de Avellaneda, Aurora Alonso de Rocha, asegura que el nombre verdadero era Flora Pizarnik y que Alejandra fue un invento.
         En aquellos años también le presenté a algunos poetas jóvenes de quien yo era amigo, como Oscar Hermes Villordo y Héctor Miguel Angeli. Sin embargo, la formación y sensibilidad de Alejandra la llevaron a vincularse más estrechamente con los poetas del grupo Poesía Buenos Aires, con quienes yo, de gustos más tradicionales, no me sentía identificado, a pesar de lo cual llegué a ser más tarde amigo de algunos de ellos, como Raúl Gustavo Aguirre, gran poeta, teórico y caudillo de ese grupo literario de vanguardia.
      Alejandra ("Buma", como la llamaban en su casa) también sentía atracción por la pintura. La deslumbraban los paisajes perturbadores que la invitó a transitar Juan Battle Planas, de quien se hizo muy amiga y de quien aprendió a dibujar las viñetas oníricas y figuritas ingenuas que a veces adornaban sus cartas. Otra de sus aficiones era armar collages con papeles de colores.
           Poco después de la muerte del padre la familia dejó Avellaneda (ella llamaba a su ciudad Villa Neda) y se mudó a un departamento del edificio de la Avenida Montes de Oca 675, en Barracas, cerca de la casa en que había vivido Juan Rodolfo Wilcock. Alejandra trasladó a una pequeña habitación la escenografía surrealista de cuadros, collages, libros y un gran afiche con el rostro de Gerard Philipe, de quien estaba idealmente enamorada. A veces me hacía confidencias pues la nuestra fue siempre una amistad de buenos hermanos. Me habló de un poeta que le gustaba, menos por sus versos que por su prestancia física, y de otro poeta que la pretendía y del que ella se burlaba con mucha gracia. Uno de ellos murió no hace mucho y el otro vive. Por supuesto, no diré sus nombres. Alejandra hacia gala de un humor inteligente, irónico, que en los últimos anos de su vida se fue volviendo sarcástico y sombrío.
         No recuerdo haber hablado con ella de política; habla temas, como ese, que no le interesaban en absoluto. Aunque a menudo nos contábamos chistes y frivolidades del ambiente literario, lo que ella prefería era hablar de libros y autores o del descubrimiento de un buen poema. Tuve el privilegio, más de una vez, de que me leyera versos que acababa de escribir.
       Poesía y vida constituyeron para ella dos términos indisolubles. Alejandra creó su poesía pero, en igual o mayor medida, su poesía creó a Alejandra Pizarnik. Como fiel lectora de los manifiestos surrealistas, estaba convencida de la identificación entre vida y poesía. La poesía no era un producto de su vida sino al revés; ella le dictaba su manera de vivir. Construyó su existencia a la medida de sus poemas. Fueron sus poemas los que inventaron el personaje. Y creo que cuando su poesía entró en un callejón sin salida, Alejandra consideró que su vida estaba también clausurada. La noche, el miedo, los naufragios, la muchacha que llora hasta romperse o que mira una flor hasta que sus ojos se pulverizan, aluden tácita o veladamente a la autodestrucción. Su trayectoria vital estuvo subordinada al itinerario poético. Sus temas permanentes: la desazón existencial, la nostalgia de la inocencia perdida, la búsqueda de una belleza y una verdad que le hicieran trasponer los límites del conocimiento, se reiteran cada vez con mayor desnudez e intensidad a través de libros como La última inocencia, Las aventuras perdidas y Los trabajos y las noches, que junto con sus últimos textos, revelan las claves secretas de su vida y su muerte.
        A pesar de la aproximación a grupos vanguardistas, Alejandra fue una isla solitaria en nuestra literatura, una personalidad aparentemente desprendida de su contorno circunstancial, sólo atenta en lo profundo a los propios ecos de su conciencia —o subconciencia— y marcada por el sello o el estigma de una tremenda lucidez. Además, desde un punto de vista estrictamente literario, era dueña de un insoslayable rigor estético, sin el cual su poesía no sería lo que es y no estaríamos hablando de ella en este momento.
       Pero volvamos a los recuerdos. En 1959, estando yo en París, donde viví cuatro meses, le escribí algunas cartas en las que la instaba a visitar la ciudad inteligente. "París es una ciudad cortada a tu medida", recuerdo haberle escrito. Al regreso, el relato de mis andanzas parisinas avivaron su antiguo deseo de vivir una larga temporada en la capital de los poetas, la ciudad donde habían vivido y escrito sus admirados Baudelaire, Rimbaud, Lautreamont y Apollinaire. Y viajó a París un año después vistiendo la polera color verde botella que me había pedido cuando yo la invité a que me dijera qué quería que le trajese. Era ese tipo de polera con la que se fotografiaba Sartre y usaban muchos existencialistas. Antes de viajar se despidió de su familia, de sus amigos entrañables: Battle Planas, Olga Orozco, Elizabeth Azcona Cranwell, Silvina Ocampo, Enrique Pezzoni, Enrique Molina, y desembarcó en el viejo continente con un cúmulo de imágenes y metáforas que, por no figurar en el pasaporte, no tuvo necesidad de declarar. Guardo varias hermosas cartas que me envió desde París y que aparecen en Correspondencia Pizarnik, recopilada hace tres años por su amiga Ivonne Bordelois en un tomo publicado por la editorial Planeta.
       Su lúcido mundo expresivo, enriquecido por fecundos contactos y experiencias en la capital francesa, lo declaró tres años más tarde entre las tapas de su libro Árbol de Diana, editado por Sur y prologado por Octavio Paz. Antes conoció la feliz aventura de la vida bohemia; caminó, vio y aprendió a ver. Fue amiga de Julio Cortázar, conoció a su admirada Simone de Beauvoir, y Octavio Paz le presentó a Germán Arciniegas, director de la revista Cuadernos para la Libertad de la cultura, donde Alejandra trabajó como correctora de pruebas. Merced a esa ocupación y a colaboraciones para editoriales francesas, la joven poeta argentina ganaba el modesto salario que le permitía subsistir y seguir fatigando esas callecitas "que dicen, que cantan", como me escribió en una carta, quizás en busca de la imponderable presencia que vanamente deseó encontrar en este mundo. Je ne desire que'un ange, me escribió en otra ocasión. "Yo no deseo sino un ángel".
        Después de publicar poemas en Lettres Nouvelles, La Nouvelle Revue Francaise y revistas europeas de gente joven, desde las que se dio a conocer internacionalmente, Alejandra regresó a Buenos Aires. Su espíritu había madurado y hasta su aspecto físico era distinto. Los armoniosos rasgos de su rostro, siempre reacio al maquillaje, habían cambiado. El suyo era ahora un rostro todo inteligencia, que trasuntaba una desasosegada vida interior. Como retribución por aquella polera color verde botella que yo le había traído de Francia, me regaló un libro de la colección "Escritores de siempre", de Editions du Seuil, con textos de Boris Pasternak. Leí el libro y lo guardé en mi biblioteca. No hace mucho tiempo lo tomé y al abrirlo experimenté la emoción de reencontrar a Alejandra en sus anotaciones y viñetas dibujadas en sus páginas, que yo había olvidado.
      En Buenos Aires, Alejandra siguió colaborando en publicaciones nacionales y extranjeras, se hizo acreedora a importantes becas y premios y dio a conocer nuevos libros. La Nación le publicó varios poemas hasta que al conocerse un extenso artículo que Alejandra escribió para una revista venezolana, donde se atrevía a criticar a Ricardo Molinari, La Nación dejó de publicarle. Sólo después de su muerte apareció en el suplemento literario una serie de poemas póstumos.
      Nos vimos con menor frecuencia, lo que no significó un distanciamiento. Siempre me sentí cerca de su cariño y, juntamente con Villordo y Alfredo Veiravé, festejamos con ella, una noche, en el comedor de La Prensa, haber sido elegidos con otros cinco poetas en la encuesta pública que dio como resultado la Antología consultada de la joven poesía argentina, publicada por la editorial Fabril Financiera en 1971. Un año después, el 25 de setiembre de 1972, Alejandra nos abandonó definitivamente por propia decisión. Tenía 36 años. Pero antes de irse nos dejó sus pequeñas palabras, las desoladas y luminosas señales con las que aún sigue nombrando el misterio de existir y la inquietante tentación de la muerte.
      Confieso que en más de una ocasión, al charlar con ella, al leer sus versos y cartas, temí que Alejandra terminara como terminó. Era un ser que experimentaba, como muy pocos, lo que César Aira, en su biografía de la poeta, ha denominado "la dificultad de vivir"; esa abrumadora soledad a la que confina el mundo hostil a los poetas. Por otra parte, era una criatura frágil cuya lucidez y sensibilidad agudísimas la condenaban inexorablemente a estar sola.
      Antes dije que la poesía de Alejandra había entrado en un callejón sin salida y que esa circunstancia, si tenemos en cuenta la identificación total que existió para ella entre vida y poesía, precipitó su inmolación. Si leemos su prosa de La condesa sangrienta y, más especialmente, Textos de sombra y últimos poemas, recopilación efectuada por Olga Orozco y Ana Becciú de los últimos poemas de Alejandra, así como su breve pieza de teatro Los poseídos entre lilas, comprenderemos que todo ese humor negro, esa crispación siniestra, esa rebeldía y hasta obscenidad que se manifiestan a través de su lenguaje exasperado, no expresan otra cosa que desolación e impotencia para encontrarse, por fin, a sí misma y decir, al mismo tiempo, lo indecible.
       Alejandra resolvió dejar este mundo aquella noche de 1972, cuando se suicidó en su último domicilio de la calle Montevideo (según me han dicho, abrazada a una muñeca). Recuerdo que la SADE, recién trasladada al edificio de Uruguay 1371, abrió por primera vez las puertas al público para el velatorio de Alejandra; el velatorio mas lóbrego al que asistí. Entonces, frente al cajón cerrado —según la costumbre judía— sentí que Alejandra no estaba allí, que se había quedado en su poesía, ese espacio sagrado al que vuelvo de tanto en tanto para reencontrarla.
      Quiero recordar una anécdota que tal vez contribuye a aclarar una creencia que se repite frecuentemente: la del mito instalado entre muchos poetas jóvenes después de su muerte. Alejandra ya había empezado a ser mitificada en vida. Estaba a altas horas de la noche, con varios amigos, velando su cadáver, cuando nos sorprendió ver entrar a una jovencita que era la imagen de Alejandra. Vestía el mismo montgomery color arena que fue prácticamente el uniforme de Alejandra en los últimos tiempos; se peinaba como Alejandra, caminaba como Alejandra... Nuestra amiga había muerto a los 36 años, pero ya muchas jóvenes o adolescentes la admiraban e imitaban.
      Si vivir muchos años es vivir muchas muertes, Alejandra vivió en pocos años muchas vidas. Yo, que la traté desde temprano, puedo decir que conocí, si no a muchas, a varias Alejandras. La adolescente menuda, de pelo rubio y unos ojos verdes ensanchados por el asombro, como los de Alicia en el País de las Maravillas, asistida entonces por una inteligencia desenfadada y traviesa; la Alejandra precozmente madura que regresó de París con su Árbol de Diana, un árbol fructificado en poemas antológicos, definitivos; la Alejandra de las primeras depresiones, que disimulaba su soledad y sus miedos tras la máscara de la ironía; la criatura extrañamente fascinada por la muerte; la mujer sarcástica, rebelde, que después de haber intimado dolorosa y hermosamente con las palabras, jugaba a destruirlas y a destruirse; la Alejandra que un día dijo basta. "Basta de formar fila para morir", y penetró en el misterio de la Noche abrazando contra el pecho a la muñeca de su infancia.


5


PIEDRA DE TOQUE

Por Pablo Anadón
La fortaleza crítica de Harold Bloom

Harold Bloom, Poesía y represión
Adriana Hidalgo Editora, Buenos Aires


Para ser sincero, debo decir que pocos libros de crítica sobre poesía me han resultado tan exasperantes como éste de Harold Bloom, a pesar de la expectativa y el interés con que me apresté a su lectura. La expectativa se originaba en la simpatía que había despertado en mí la testaruda defensa de la "alta literatura" que este crítico norteamericano viene haciendo desde hace varias décadas, defensa complementada por la solitaria polémica que lleva adelante contra la atmósfera predominante en los claustros universitarios de su país, donde el aire calefaccionado de lo 'políticamente correcto' a menudo se confunde con la irradiación de lo literariamente valioso. Por otro lado, una implacable invectiva de Terry Eagleton traducida un par de años atrás en el suplemento cultural de Clarín 1, paradójicamente avivaba mi curiosidad hacia un estudioso sobre el cual se decía que "tras su heroísmo se advierte cierta desesperación", la de quien considera la literatura como "la última fuente de valor en un mundo degradado". En cuanto a la razón inmediata de mi interés, estribaba en el conjunto de poetas cuyo análisis anuncia el índice: Blake, Wordsworth, Shelley, Keats, Tennyson, Browning, Yeats, Whitman, Stevens... —todo un festín para el amante de la poesía en lengua inglesa.
       Poesía y represión, publicado originariamente en 1976, es una puntual aplicación a estos autores de la tesis central de un libro anterior de Bloom, La angustia de las influencias (1973), según la cual "la historia de la poesía (...) es considerada como imposible de distinguir de la influencia poética, dado que los poetas fuertes crean esa historia gracias a malas interpretaciones mutuas, con el objeto de despejar un espacio imaginativo para sí mismos". Esta tesis parte de la premisa de que todo poeta "fuerte" —como le gusta decir a Bloom— no escribe su poema original, sino que en realidad reescribe un poema ya escrito por otro gran poeta precedente, quien a su vez redacta en forma nueva un texto de otro precursor, quien a su vez... Tal operación supone una "mala lectura" ("misreading", vertida aquí como "dislectura") del texto anterior, un desvío inconsciente, semejante al del adolescente que busca diferenciarse de su padre para llegar a ser él mismo. En tanto que, según el autor, "los poemas no son cosas sino apenas palabras que se refieren a otras palabras, y aquellas palabras se refieren además a otras palabras, y más aún, se adentran en el mundo superpoblado del lenguaje literario", la historia literaria es una constante reescritura y una competitiva sucesión de geniales epígonos.
      Ahora bien, la decepción no se debe a estas proposiciones generales de Bloom, que tienen su indudable interés (aunque no dejemos de sentir que privilegiar la explicación de los libros exclusivamente por su relación con otros libros lleva a un cierto enrocamiento y una cierta deshumanización de la exégesis, que descuida los factores extraliterarios que pueden influir en la elaboración artística), sino al estilo mismo del autor. Eliot señalaba como finalidades de la crítica acrecentar al mismo tiempo el conocimiento de una obra y el placer de su lectura: esta función servicial pareciera ser insuficiente para Harold Bloom, quien, como crítico "fuerte", no quiere ceder el papel protagónico, y llama más la atención sobre los bíceps de su modo de lectura que sobre lo leído. De allí también que su polémico abogar por un enfoque estrictamente intertextual resulte a veces limitativo en su interpretación de los poemas: El Tigre de Blake busca superar a Job, Cowper y Milton; la wordsworthiana Abadía de Tintern es poco más que un conjuro contra la influencia de Milton; Shelley exorciza en El triunfo de la vida la sombra de Wordsworth, Tennyson la de Keats, etc., etc. Por otra parte, la terminología esotérica maniobrada por el crítico (catacresis, cimamen, kenosis...), no intensifica demasiado el gusto de leer a estos poetas.
     Con respecto a la edición, es de lamentar que las traducciones de los poemas citados y comentados largamente por Harold Bloom en cada capítulo no vayan acompañadas por el original a pie de página. También se podrían haber aprovechado las excelentes versiones que ya existen de algunos de esos textos, como La toccata de Galuppi de Robert Browning en el buen castellano de Luis Cernuda, por lo menos para allanar ripiosidades (traducir "¡Valiente Galuppi!" en vez de "¡Bravo, Galuppi!", por ejemplo, es tan grueso como despachar uno de los momentos más intensos de The Second Coming de W. B. Yeats en "...veinte siglos de sueño pétreo / fueron hechos pesadilla por una cuna que se mece", donde este singular hacer pesadilla quizás busque remitir, por asociación con la cuna, a hacer papilla, consistencia a la cual se ve transmutado el célebre poema de Yeats en la presente traslación).
        Mas allá de estos y parecidos detalles, la meritoria tarea de traducción de obras valiosas de la crítica y la poesía moderna que viene realizando Adriana Hidalgo Editora (recordemos, entre otros títulos, La mano del teñidor de W. H. Auden 2, Métodos de Francis Ponge, los tomos de La compañía visionaria del mismo Bloom, 80 poemas y canciones de Bertolt Brecht, etc.) no puede sino ser destacada como un hecho particularmente importante en el marco de la vapuleada industria editorial argentina.

Pablo Anadón

NOTAS

[1] Terry EAGLETON, "Raros placeres de la lectura", en: Cultura y Nación, Clarín, 1 de octubre de 2000, págs. 6-7. [2] Cfr. el comentario sobre este magistral libro de Auden en el numero 8 de Fénix (Octubre 2000).







 
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